“¿Qué es el pueblo sino un confuso rebaño, una turbamulta heterogénea, que exalta las cosas más vulgares?” (John Milton)
Previo a cualquier otra opinión, señalar que la Puerta del Sol estaba abarrotada por una turbamulta, no toda repugnantemente ebria, que formaban 30.000 gandules que respondieron con la alegría acostumbrada al carácter inauténtico de las costumbres. Es consolación imaginar que serán los mismos que repiten presencia todos los años. Aunque, dejando la estética al margen, uno no entiende cómo en las manifestaciones borreguiles han llegado a concurrir en número de un millón, mientras comparativamente la cifra del rebaño de la celebración de fin de año queda ridícula. Pero bueno, eso tiene las sumas y las restas cuando las opera el interés del antisistema matemático.
Si existe algo que nunca defrauda mi esperanza es la televisión. Será porque la perspectiva es ninguna y siempre estoy predispuesto en su contra, o, porque los conozco bien y sé que esta gente es muy capaz de caer siempre un poco más bajo. Así ha sido, un año más, en ese entre campanadas que congrega a más de medio país observando la caja de luces.
Ya son once años consecutivos los que lleva la pareja formada por Anne Igartiburu y Ramón García ofreciéndonos un espectáculo que es moviola de un charro absoluto. A los vizcaínos los asocio con Laura Valenzuela y Joaquín Prat, porque encuentro algunas analogías en las parejas: los mismos modos, el mismo tiempo. Es como si el Reloj de Gobernación se hubiera detenido en las campanadas del blanco y negro. Son tan forzadamente correctos, tan repetitivos, tan cansinos, tan rutinarios que hasta se repite en intensidad la tristeza que me produce la ridícula capa que caracteriza de vampiro al histrión. Esa televisión que es una ruina, debería haber emitido un enlatado de las campanadas de cualquier otro año, nadie hubiera notado la diferencia y nos hubieran ahorrado una pasta.
Y si aquello resultó una tribulación, la tele del PP acabó por matar las siempre falsas esperanzas en una vida mejor para el año nuevo, con la emisión de la gala que presentó un gañán que piensa que el luto riguroso es elegancia. Ahora que su presencia en La1 es permanente, en claro agradecimiento a los servicios prestados, cada vez que Osoborne aparece en la pantalla, me ronda un presentimiento de inminente desastre, veo llegar el apocalipsis del talento. Del señorito Bertín tengo la seguridad de que lo educaron sin estimulo intelectual alguno y de ahí su limitado vocabulario y su constante desacuerdo con lo nuevo. Desconozco quién decidió sacar este oso de la caverna de lo manido y de lo zafio, pero, por favor, que lo devuelvan pronto a ese agujero donde habita el pensamiento de la España profunda. Eso sí, resulta innegable que su acento estrictamente agropecuario encaja perfectamente en el espíritu pedestre de la cadena que dilapida el dinero público. Lo único que me tranquiliza es que en la mortalidad encuentro mi única coincidencia con él.
En Antena3, Carlos Sobera y Cristina Pedroche fueron la alternativa a los vizcaínos. Del primero, me niego a ocuparme, pues resulta artificial hasta las yemas de los dedos y me aburre. La Pedroche buscó y encontró la excitación fácil de los amantes del jamón tocinero a los que dejó con la boca abierta y babeando. Formó un ruido enorme con su desbordante temperamento chabacano. Excedida en su natural tosquedad, Cristina no tuvo otra idea que embutirse en unos recortes de lencería fina y transparencia ordinaria que encendieron la pasión de los machos ibéricos de sangre ardiente. Sea como sea, suponemos que estaba en sus cabales el día que decidió lucir un medio vestido que evidenciara las opulentas curvas que encierran todo su atractivo. Ella representa el exterminio del encanto y el triunfo de lo exotérico. Pero, de acuerdo a la definición de humano que hizo Stuart Mill, hay algo que la sitúa en un plano superior a los otros pasmarotes; su evidente excentricidad la convierte en humana por inimitable.
Sobre la programación de la Cadena del Váter no me extenderé; resultó tan insultante que es prudencia no escribir barbaridades.
Resumiendo: España, a las 00:01 horas del 1 de enero de 2016, era un país lamentable mil y mil veces mil.
En esa reflexión circunstancial estaba cuando escuchando los versos del tema “Holy Sith” de mi admirado consumidor de setas Father John Misty (Familias Coliseo / La edad dorada de la televisión / Putas eunuco, esclavos del consumo / Dame una rosa con cualquier otro nombre) comprendí que aquí la genialidad, por fuerza, debe estar perseguida. Me niego a admitir que no exista un español capaz de generar nuevas reglas, una inteligencia que pisotee las reglas colectivas, y que respire la innovación, la creatividad y el talento necesarios, ya no digo para alcanzar la categoría de genio y crear algo perdurable, para presentar un divertimento en la tele. Con toda la consideración que me merece la vulgaridad nacida de la liberalización del sujeto (la vulgaridad como consecuencia de la condición igualitaria por haber sido fulminada la cultura aristocrática y elitista) creo que ya nos sitúa en una vía muerta y debemos salir de ella para emprender, digo emprender, el viaje hacia la excelencia. Porque tanto adocenamiento ya no hay quien lo aguante… cualquiera que recapacite puede sentir que nos han metido hasta el cuello en la santa mierda.
¡Feliz, muy feliz año nuevo!
Antonio de La Española