La opinión de Jesús Ortiz, consultor sénior de Estudio de Comunicación.
Confieso que me enteré poco antes de encarar la redacción de estas líneas de que hay un Día Mundial de la Voz. Bueno: ya sé que no es muy sorprendente porque hay días mundiales de casi todo. De hecho, ni una sola de las 365 jornadas del año se queda sin su “día de”. Resulta, en fin, que el 16 de abril es el de la Voz, cosa de la que me alegro porque siempre he tenido la sensación de que dábamos muy poca importancia a nuestras posibilidades de comunicarnos con los demás mediante esta herramienta fundamental y bueno es, por tanto, que al menos una vez al año se le “haga caso”. Porque hablamos de comunicación: ni más ni menos.
Si tenemos en cuenta la secuencia temporal de la comunicación humana, es fácil suponer que primero fue el gesto, inmediatamente seguido de sonidos más o menos identificables que derivaron con bastante rapidez en un lenguaje elemental y poco a poco enriquecido después, a medida que los sapiens íbamos tomando conciencia de sus posibilidades. Luego ya vinieron el dibujo de signos informativos (las pinturas rupestres, que llamamos hoy) y la escritura. Siendo así, podemos aceptar que la escritura, la transmisión de ideas y pensamientos mediante la palabra escrita, es como una partitura en la que diferentes “notas” definen el sonido, el ritmo, el tempo… de lo que queremos transmitir en formato “hablado”. No sé, en fin, si es abrir un debate interesante o estéril preguntarse si pensamos con palabras escritas o sonoras; no es el objetivo de estas líneas, pero creo que normalmente pensamos en “sonidos” o en ideogramas. En nuestra naturaleza, el sonido es natural; la escritura es una habilidad adquirida.
Lo cierto es que nuestra evolución como especie nos ha llevado a modificar nuestro aparato fonador hasta lograr que el roce del aire que exhalamos con las “compuertas” de salida (las cuerdas vocales, vaya) sea capaz de hacer reír, llorar, sentir, comprender, saber… a quienes nos escuchan. Y eso desde que tenemos apenas unos minutos de existencia: ¡la cantidad de cosas que sabe decir un bebé administrando tiempo, ritmo, intensidad o volumen de su llanto!
Porque eso es lo verdaderamente importante: el valor de la voz como elemento para que el emisor comunique una infinidad de pensamientos a sus receptores. Sólo hay que recordar la cantidad de matices que podemos imprimir a una sola palabra según la digamos con volumen alto o bajo, deprisa o despacio, en tonos graves o agudos, susurrada o abiertamente, con carácter jovial o apesadumbrado… Somos capaces de combinar varias decenas de músculos, localizados desde el abdomen hasta el entrecejo, para que el aire que pasa por las cuerdas vocales comunique de una u otra manera.
Por todo ello se puede entender que quienes más hablan de la Voz se refieran a cuidados, a evitar actividades que provoquen disfunciones en las cuerdas, en los pulmones o en los distintos músculos que intervienen en la fonación. Nadie, o casi nadie, habla de entrenar y corregir nuestra manera de emitir la voz para lograr lo que es su único objetivo: comunicar lo que queremos hacer llegar al receptor.
Pongamos algún ejemplo en negativo: ¿qué sensación les da el científico que ha descubierto una maravillosa vacuna contra alguna de nuestras plagas sanitarias y que habla deprisa comiéndose, incluso, sílabas? Y, ¿qué piensan de un recién licenciado que viene a pedirles trabajo y no vocaliza o habla “para dentro” cuando intenta poner en valor su curriculum vitae; o del político que no corrige la nasalización de su voz y parece un personaje de teatro guiñol cuando se dirige a un auditorio de posibles votantes en un mitin; o de quien se expresa de manera monocorde, lo hace sin marcar signos de puntuación que den sentido sintáctico a sus palabras o comete faltas de ortografía fonéticas? Es más: ¿cuántas veces han comentado al oído de algún vecino de mesa, refiriéndose a otro comensal que les acompaña, aquello de “qué bien parecería si estuviese calladito”?
Educar la voz para comunicarse con los demás tiene la misma importancia, si no más, que cualquier otro aspecto educativo. Nos va en ello, también, nuestra propia imagen: nadie nos considerará educados, inteligentes o cultos si al interactuar con otras personas hablamos, por ejemplo, excesivamente alto y con tonos y cadencias similares a los que utilizaríamos para azuzar a un tiro de mulas sordas. Nuestro aspecto y nuestra comunicación oral son los primeros elementos de imagen que los demás perciben de nosotros, que les permiten darse una primera idea de cómo somos y para qué servimos. Y ya saben que “no hay buena segunda oportunidad para una mala primera impresión”.
Fíjense que no me estoy refiriendo a hablar en público, para lo que es imprescindible trabajar “el cómo” además de “el qué”, entre otras cosas. Hablo de la simple y llana intercomunicación personal y directa, incluyendo la que se realiza por teléfono. Pero no quiero dejar de lado el entrenamiento específico de la Voz para los profesionales que se valen de ella como instrumento de trabajo: profesores, actores, periodistas… Y va otro ejemplo en negativo: ¿qué queremos significar exactamente cuando decimos de un profesor que “no sabe explicar”? Básicamente, que no le entendemos. Y ahí pueden influir dos tipos de educación distintos, ciertamente: la que lleva a ordenar los pensamientos y “redactar” correctamente en nuestra mente lo que decimos antes de expresarlo y, en la mayoría de los casos, la que conduce a entrenar la expresión fonética para que las ideas de quien habla se transmitan, digamos, “correctamente empaquetadas”.
Dicen los estudiosos de la comunicación interpersonal que solo el 7% de lo que comunicamos directamente lo hacemos mediante el lenguaje verbal (la palabra, dicho de otra manera). El resto del proceso lo hacemos con el lenguaje no verbal: gestos, posturas, movimientos…; la voz supone un 38% del conjunto de nuestra comunicación; es decir, más de una tercera parte. Estoy por proponer que, más que un Día de la Voz, se establezca una jornada festiva internacional en la que, inmersos en unas horas de reflexión, aprendamos o no olvidemos, según los casos, a servirnos de la primera herramienta de comunicación interpersonal, junto con los gestos, que estuvo a disposición del ser humano.