Los juegos con la realidad y la ficción en las creatividades publicitarias son de las cosas que más juego aportan a los creativos publicitarios. Llenan nuestras mentes de nuevas ideas y nos proporcionan ese extra de imaginación, que refresca nuestro cerebro, al observar lo lejos que llega la imaginación de algunos publicistas. Se trata de vender, pero de vender más y mejor que el resto. Sin duda a las mentes que crean estas interacciones entre mundo real y el mundo publicitario, les gusta su trabajo.
Se trata también de no dejar a nadie indiferente y crear reacciones en el público, aunque estas reacciones sean adversas –en el caso por ejemplo de las campañas medioambientales hechas por grupos ecologistas-. Impactar aunque sea para mal, es un objetivo que la publicidad comparte con el arte contemporáneo.
La interacción con elementos del espacio público para promocionar productos es el recurso estrella de las marcas para introducirse en el día a día de los individuos.
Impactar a las personas las 24 horas del día, en los bancos de la calle, en las marquesinas de autobuses, en el transporte público, en las paredes de los edificios, etc. Esta sobreexposición de los viandantes a la publicidad hace que las empresas tengan que destacar cada vez más por encima del resto. Este es el caso de Ikea, que puso a los viandantes un sofá en la parada de autobús para hacerles más cómoda la espera. Esta ‘invasión’ del espacio público por parte de las marcas, no convece a todos, en especial desagrada a aquellos que consideran que el espacio público no debe estar patrocinado, porque pertenece exclusivamente a los ciudadanos y al debate social que ellos quieran iniciar -en una especie de nuevo ágora- o al uso que la sociedad prefiera darle, al margen de las empresas.
Otro de los debates al respecto es el de considerar estas piezas como creaciones artísticas. Una obra de arte debe ser una creación espontánea –no hecha bajo demanda- única e irrepetible. En este último punto los artistas del surrealismo pueden servir de ejemplo, cuando reprocharon a Dalí que se había vendido y que su trabajo ya no podía considerarse artístico. Esto era porque, entre otras muchas cosas, el pintor había diseñado frascos de perfume que se reproducían en masa en las fábricas y que cualquiera podía tener en casa. Algo que quitaba valor al trabajo de un artista, según los compañeros de profesión de Dalí, ya que radica precisamente en crear obras únicas.
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