“… qué manera de aprender, qué manera de sufrir, qué manera de palmar…” (Joaquín Sabina)
Tras el desaprovechado instante en el que Juanfran golpeó con el tobillo el balón de forma miedosa y atolondrada para enviarlo al palo, la afición rojiblanca debió sentir que nada puede, ni podrá, cambiar el destino rojiblanco. Un destino del que había sido dueño Griezmann y que también eligió estrellarlo en la madera. Dos palos tremendos, rotundos, estrepitosos, devastadores. Dos estacazos tremebundos para una hinchada tan gótica como la catedral de Milán que horas antes habían admirado mezclados de buen rollito -así les han explicado a unos y otros que tiene que ser- con los putos vikingos.
La afición del mal llamado “equipo del pueblo” seguirá preguntando a su padre, a su madre y a sí misma por qué coño es del Atleti. Simplemente; no se puede hallar una explicación sensata. Viendo llorar a los desesperados colchoneros en la grada de San Siro comprendí que nadie haya sido capaz de aclarar el origen de este sentimiento. Incluso, entre sollozos, como si quisieran protagonizar las páginas de la Comedia Humana de la locura, había muchos que aplaudían y coreaban a un Simeone que no se atrevió a intentar apuntillar al rival cuando lo tuvo a huevo, y que en rueda de prensa representó al hombre atlético en su papel habitual confesándose fracasado. Y lo peor de todo es que solo es fútbol, o sea, lo más importante en la vida para la mayoría de los que pasaron la noche y medio día en la carretera, arrastrando su pena convertidos en objeto de irrisión o de piedad y compasión, que no sé bien qué es peor. Seguramente si es que Dios existe bastará con presentar el carnet de socio para que el juicio del Altísimo sea un acto de prevaricación por esa conmiseración sin límites que se le atribuye.
La suerte rechaza a los perdedores y reclama siempre a los ganadores, esos que están hechos de esa manera tan segura de sí misma. Unos y otros son los dueños de su destino. Por mucho que dijeran que a la tercera iba la vencida, por mucho que el deseo de los profesionales de la información les hicieran favoritos, por mucho que invocaran a un difunto, por mucho que repitieran su consigna “ganar, ganar y volver a ganar”, por mucho rival de campanillas que hubieran limpiado del camino de su eterno rival para facilitarle el triunfo, por mucho que se hubiera fantaseado con la estupidez de que el fútbol le debe una Champions por perdedor contumaz; la realidad es que no tenían ni la más mínima posibilidad. Lo único que se hizo cierto fue el dicho popular “no hay dos sin tres” y, que este equipo es probablemente el más perdedor del planeta y enfrente tenía al que, sin duda alguna, es el club más ganador de cuantos existen. Ganó el mejor y lo fue con diferencia. Ganó el que creyó en sí mismo y generó tres ocasiones clarísimas de gol salvadas por el mejor portero del mundo. Ganó el que si hubiera clavado una estaca en sustitución de Keylor Navas hubiera recibido el mismo número de goles. Ganó el que lo mereció.
Durante la tanda de penaltis, contra las muestras de alegría y orgullo de los jugadores blancos que convirtieron los lanzamientos hasta estando cojos, ninguno de los tres jugadores atléticos que transformaron exteriorizó alegría alguna. Era como si alguien les hubiera hecho spoiler, probablemente su otro yo, y les hubiera adelantado que de nuevo volverían a contemplar el torso desnudo del narciso portugués. El Madrid agigantó su descollante leyenda, y su rival, a su manera, también aumentó la suya hasta lo conmovedor.
Y acabo con ese himno impregnado de pesimismo subterráneo. Les dejo cantando: “Qué manera de subir y bajar de las nubes. ¡Qué viva mi Atleti de Madrid!”
Antonio de La Española