por Manuel Mostaza Barrios,
director de Asuntos Públicos de Atrevia
Los Asuntos Públicos son una disciplina aún poco madura en España. El objeto de la materia suele confundirse a menudo con el lobby, un término cargado de connotaciones negativas en una cultura como la nuestra, en la que parece que sólo los poderes públicos están legitimados para decidir lo que es el interés general. Aquella idea sobre la que se construyó nuestra Administración en el siglo XIX, la idea de la vieja torre de marfil, impenetrable y objetiva, que decidía lo que era bueno para la cosa pública en cada momento, sigue marcando aún, en cierta manera, el ethos de nuestra Administración.
Esta confusión entre los Asuntos Públicos y el Lobby no es única, ya que también el término de Asuntos Públicos se usa como sinónimo de las relaciones institucionales, aunque, como veremos, los tres son conceptos con significado propio. El de lobby es el concepto más estrecho de los tres: está relacionado con la idea de influir de manera directa en la regulación de un asunto concreto o de un organismo público para conseguir modificar su posición. Englobando al lobby está el concepto de relaciones institucionales, que no sólo hace referencia a la capacidad de influir sino también al establecimiento de una interlocución fluida con todos los actores que componen el ecosistema de relación de una organización, aunque no se incida de manera directa en ellos. Por encima de ambos conceptos está el de Asuntos Públicos, de carácter más estratégico y que busca integrar las dos realidades anteriores en un modelo sinérgico que reconoce la complejidad del ecosistema público y de las lógicas que lo conforman.
En el ámbito de los Asuntos Públicos, por lo tanto, el objetivo es entender los intereses y necesidades de los clientes y generar una narrativa clara y coherente enfocada al ecosistema público. No se trata tanto, o tan solo, de influir en una decisión, como de hacer entender al regulador o a los políticos que todas las partes han de ser oídas en el proceso de toma de decisión, porque en el mundo moderno la simplicidad suele ser, en el mejor de los casos, ingenua: no hay una sola respuesta legítima a los problemas públicos porque estos problemas se construyen entre todos los actores, y no puede ser que solo los que tienen un acceso privilegiado a la agenda puedan exponer sus argumentos. El derecho a ser escuchado, por utilizar la terminología de Michael Ignatieff, es uno de los pilares en los que se ha de basar una estrategia consistente de Asuntos Públicos porque es, además, un elemento constitutivo de cualquier democracia liberal.
Asumir que en sociedades heterogéneas como las nuestras no sólo no hay problemas objetivos que resolver, sino que tampoco tienen respuestas únicas (ni definitivas -ninguna sociedad ha terminado con los grandes problemas-) exige un elevado grado de madurez por parte de todos los actores. Los problemas no se resuelven, sino que se gestionan, y para gestionarlos bien hay que escuchar a todas las partes, y establecer unas mínimas garantías en la relación entre las organizaciones y los decisores públicos como, por ejemplo, la transparencia, la participación de todos y el acceso a los decisores. Sólo así las sociedades modernas avanzan en la mejor dirección posible.
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