Por Rocío Sanguino,
Ejecutiva Senior de Axicom
Vivimos conectados. Parece algo que a priori puede resultar obvio dado el momento en el que nos encontramos. Pocas son las parcelas de nuestra vida que quedan reservadas ya a la intimidad. Y es que solicitamos y compartimos información con diferentes objetivos, pero en la mayoría de los casos simplemente lo hacemos para impresionar y generar reacciones en el resto de los usuarios que nos siguen o que, por un motivo u otro, se pueden encontrar con nuestros perfiles sociales.Y esta rueda parece imparable. De hecho, el porcentaje de usuarios de las redes sociales se duplica año tras año. Por ejemplo, según los datos del estudio Digital 2019 Global Digital Overview, Facebook en enero de 2019 contaba con más de 2.200 millones de usuarios e Instagram superó la cifra de 1.000 millones de usuarios en el mundo. Por lo que me atrevería a decir que, tanto los canales sociales como quienes formamos parte de ellos nos hemos convertido en un altavoz para el mundo al mismo nivel que los medios de comunicación.
Y si la prensa ha sido y es el “cuarto poder”, ahora las redes sociales se suman a esta fuerza hasta el punto de convertirse en la gallina de los huevos de oro para quienes las utilizan con el objetivo de obtener un beneficio económico. Las marcas tienen en estos espacios el escaparate ideal para realizar campañas de prescripción de productos o servicios que llegan al público en forma de experiencias personales, con un tono cercano, coloquial y directo. De hecho, diferentes fuentes señalan que más del 85% de los anunciantes piensa invertir en marketing de influencers. Y otro dato que resulta significativo es que solo en 2019 se abrieron más de 300 agencias especializadas en esta área. Por lo que el afirmar que el existe negocio detrás de las redes sociales es algo claro y tangible.
El problema está cuando no se definen y establecen determinadas barreras éticas y morales a la hora de fijar lo que se debe o no recomendar. De hecho, la aparición de las redes sociales y de los influencers, ha hecho que sea fácil jugar en ciertos momentos con la ambigüedad de que el público no sepa si se encuentra ante vídeo procedente de una campaña publicitaria o si por el contrario se y trata de un acto voluntario y espontáneo de un personaje público. Sea como fuere, algunos casos recientes han disparado las alarmas, y han hecho que el Gobierno, tome medidas para que los players del sector siempre tengan que dejar claro si una publicación tiene o no fines comerciales, así como qué productos o servicios pueden o no prescribirse a través de las redes.
Un ejemplo de estos casos han sido las recientes recomendaciones de productos médico-estéticos, en concreto, de toallitas antiacné que contienen antibiótico, realizadas por diferentes influencers a través de Instagram y que lograron disparar las ventas de manera instantánea de este producto. Ante este hecho, el Ministerio de Sanidad junto con el gigante Google han solicitado la eliminación de los vídeos en los que se habla de este producto con mensajes milagrosos, por el riesgo que puede tener para quienes reciben esos mensajes y adquieren estos productos, que no deberían estar accesibles en ningún caso sin receta médica. Otro caso que muestra un cambio para determinar ciertas barreras es el llevado a cabo por Autocontrol, que ha establecido el primer dictamen contra una Influencer por no especificar que una acción concreta tenía un trasfondo publicitario detrás.
Y es que la pregunta es, ¿nos hemos parado a pensar en cuáles son las consecuencias tanto en los influyentes como en los influidos de este tipo de acciones? Estos ídolos sociales construyen en sus perfiles la imagen de una “falsa realidad” basada en un bienestar y un consumismo que, mal gestionada, puede tener consecuencias no solo para quienes reciben la información, sino también en ellos. Varios han sido los casos de jóvenes que se han suicidado al convertirse en personajes públicos por no poder con la presión social. Y no solo por eso, sino porque ante unos pocos influencers de renombre que consiguen ganar cifras astronómicas, hay varios que se quedan en el camino o realizando campañas a muy bajo coste por el exceso de oferta y demanda en el sector de los microinfluencer e influencers. Y esto, por supuesto, tienen consecuencias directas a nivel personal en ellos.
Y, por otro lado, las consecuencias en el usuario que, constantemente recibe mensajes que ponen en jaque su salud física y mental. Primero, por verse incitados a adquirir productos o servicios, o adquirir hábitos de vida que pueden estar contraindicados en ciertos casos. Y mentalmente, al frecuentar estos canales buscando conocer qué hacen sus ídolos y tratando de imitarlos con publicaciones cuyo único es obtener un nuevo “like”, un “follower” o una simple visualización, quedando totalmente enganchado a ello, y por lo tanto, con las consecuencias directas para la autoestima que tiene cualquier adicción.
La cuestión es, ¿dónde están los límites para combinar negocio y moral? ¿qué ocurrirá cuando esta forma de comunicación acabe? De hecho, ¿tiene ya los días contados? El futuro es incierto, pero la realidad es que por ahora no tiene pinta de llegar a su fin, por lo menos durante este año. De hecho, la inversión en este tipo de marketing se prevé que esté encima de los 8.000 millones de dólares según los datos de InfluencerDB. Por lo que, dado que nos encontramos una mina de oro, todos los que formamos parte de esa comunidad mediática y social debemos evitar incentivar ese juego peligroso, que deja vulnerables y desnudos a los usuarios que se ven impactados de tantos mensajes consumistas e idílicos, ni para unos influencers que no son expertos de nada y quedan supeditados a un negocio que les arrastra.