En medio del ruido que generan los escándalos políticos y los titulares fáciles sobre “influencias indebidas”, urge recuperar una verdad incómoda para algunos: el lobby profesional no es una amenaza para la democracia, sino una de sus mejores defensas. Frente a la opacidad, la arbitrariedad y la corrupción, el ejercicio legítimo de los asuntos públicos aporta transparencia, regulación y participación plural en la toma de decisiones.
Confundir el lobby con redes corruptas o con favores personales es una simplificación peligrosa. El verdadero lobby —el que practican consultoras serias, con códigos éticos, clientes identificables y métodos transparentes— no opera en la sombra. Por el contrario, da visibilidad a los intereses sociales y económicos que quieren ser escuchados por las instituciones. Y lo hace dentro de un marco profesional y democrático.
Por eso es urgente distinguir prácticas honestas de esquemas opacos como los que está revelando el caso del bufete Equipo Económico. Lejos de funcionar como una firma profesional de asuntos públicos, esta estructura jurídica operaba con una lógica de captura institucional: solo ofrecía servicios a empresas cuando los amigos, socios o cómplices de la firma tenían el poder efectivo para resolver esos problemas desde dentro del Ministerio de Hacienda.
Lo que vendían no era estrategia, sino acceso; no era asesoramiento, sino favores. Equipo Económico ha funcionado como un “Villarejo de Hacienda”: una red privada infiltrada en un organismo público, con fines lucrativos y métodos inaceptables. La Agencia Tributaria, como la Policía, está formada por miles de funcionarios honestos que se dejan la piel al servicio del Estado.
No se merecen un Montoro ni una trama a su costa. En este contexto, hay que decirlo sin complejos: que antiguos altos cargos públicos —exdiputados, exministros o exdirectores generales— pasen a trabajar en consultoras de asuntos públicos es no solo legítimo, sino también positivo. Se trata de profesionales con un conocimiento profundo del funcionamiento legislativo, regulatorio y gubernamental, que pueden aportar gran valor a empresas, organizaciones y entidades que desean comprender mejor cómo se diseñan y aplican las políticas públicas.
Cuando esa transición se hace de forma transparente, declarada y regulada, no hay conflicto de intereses, sino una evolución profesional natural y responsable. Necesitamos más diálogo entre lo público y lo privado, no menos. Y necesitamos también más profesionales que, habiendo servido en las instituciones, sigan contribuyendo al interés general desde otros ámbitos con conocimiento, experiencia y rigor.
En lugar de demonizar el lobby, lo que España necesita es consolidar su regulación. Crear registros obligatorios, garantizar la trazabilidad de las reuniones con cargos públicos y fomentar la competencia ética entre actores del sector. Eso no solo elevaría los estándares, sino que protegería al sistema democrático frente a los que sí operan con prácticas corruptas y opacas. La corrupción se combate con más luz, no con más silencio.
Y el lobby profesional —bien hecho, bien regulado y bien entendido— es una herramienta de esa transparencia que tanto reclamamos. No es un atajo. Es un camino legítimo hacia una democracia más abierta, informada y resistente a la captura de poder por vías ilícitas. Por eso, lejos de perseguirlo, deberíamos fortalecerlo.
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