Nací en un país llamado España. Crecí escuchando, que en el imperio español nunca se ponía el sol, que fuimos gigantes en historia, cultura y expansión. Hoy, sin embargo, aprendo con amargura que, aquello que nos enseñaron y en lo que creímos desde lo más profundo, se ha convertido en un espejismo. España se desangra. Y yo asisto, atónito, a la pérdida de lo que antes la hacía única. Nos deterioramos a pasos agigantados, sin frenos y contra un muro inmenso de desolación..
He sido testigo, como todos, de desastres que marcaron nuestro suelo y nuestras vidas: casas ardiendo en el suceso de Montaña Rajada en La Palma, el Terremoto que sacudió Lorca, la Dana en Valencia, los Incendios que devoran nuestros bosques como nunca antes. Nuestros abuelos recuerdan menos intensidad en el fuego, que el que hoy arrasa cada verano nuestros montes y pueblos. La naturaleza, la fauna, la flora… todo compartiendo con nosotros la misma placa tectónica, la misma fragilidad, el mismo abandono, la misma locura….
Y sin embargo, España es todavía un país rico en cultura, paisajes, gastronomía, historia y con una posición privilegiada en el mundo. Pero lo estamos dejando escapar por el sumidero de la indiferencia y la corrupción. Siempre dí por hecho, que estaríamos a la cabeza de la innovación y el progreso, y lo que encuentro, como resultado, es un país dividido, corrupto hasta la médula y, sobre todo, sordo y apático a los terribles acontecimientos que vivimos.
Nada de lo que ocurre es casual. Todo parece formar parte de un plan invisible, promovido por manos que nunca conoceremos. Y me pregunto: ¿a qué venimos al mundo? ¿A cuidar o a destruir? ¿A aprender la maldad de la que somos capaces? Si creemos que con la destrucción se construye algo positivo, nos equivocamos profundamente.
He visto el dolor de cerca: asesinatos que marcaron generaciones, pérdidas irreparables por accidentes, negligencias o tragedias. Y lo que más duele no es sólo la pérdida, sino el olvido. Hemos llegado a un punto en que, al pinchar a la sociedad, ya no sangra. Dormidos en miles de estímulos y tareas diarias, dejamos que los problemas crezcan en silencio, mientras el dolor se disuelve en la apatía colectiva.
Todo está contaminado. Somos como una manzana podrida que se pudre desde dentro. Perdemos cerebros brillantes que emigran, pagamos miles de millones en impuestos que se evaporan, soportamos robos sin explicación. Y cuando la gente sale a la calle a protestar, lo hace dividida, sin rumbo, con consignas huecas que sólo alimentan la confusión.
España va a la deriva, sin capitán ni rumbo. Vivimos al día, sin pensar en mañana. Y mientras tanto, se diluye el potencial de un Pueblo que un día fue eje del mundo y hoy parece resignado a perderlo todo.
Pero no todo está escrito. La responsabilidad de cada persona, de cada individuo, es lo que define nuestro éxito o nuestro fracaso. No basta con señalar culpables lejanos ni con lamentar lo perdido. La verdadera pregunta es: ¿qué hacemos cada uno de nosotros, en lo individual, para cambiar este rumbo? Quizás ahí, en esa pequeña chispa de responsabilidad personal, esté la única esperanza de que esta Nación dolida y herida por el rayo, vuelva algún día a levantarse.
Don Dember cosecha del 91.









