En la Tierra a jueves, diciembre 4, 2025

EL PUTO VERANO (3)

‘HEMOS VENIDO A MÁS DE CIEN’

Fue un quiero y no puedo desde el principio. Cuando el SEAT 1400B enfiló la cuesta de las Perdices, entendí que aquello era el banderazo de salida al verano del 67, un tiempo del que no guardo el mejor recuerdo.

Aquel coche español, inspirado en los “haigas” americanos, llevaba en la calandra un faro antiniebla que pretendía darle prestancia. Era el objeto de deseo del imbécil que lo conducía. En el cuadro del salpicadero destacaba, como insignia de su tecnología punta, un velocímetro de mercurio con banda roja: testimonio fidedigno de que aquellos 58 caballos podían alcanzar los 135 km/h, siempre que se supiera manejar la palanca de cambios, situada a la altura del volante.

Por si no bastara, la carrocería era bicolor y las gomas iban pintadas con bandas blancas. Y para completar la escena, el aprendiz de Fangio se calzaba unos guantes y se encasquetaba una gorra deportiva para transportar a su familia en aquel zambombo. La imagen, en sí misma, resultaba casi grotesca.

En la banca corrida delantera se sentaban su mujer -de profesión “sus labores”- y, “el jamones”, un gordinflón de cuatro años. La parte trasera no ofrecía un espectáculo menos vulgar: tres infantes compartían espacio con Rosa, una sirvienta de Cebreros que, en plena adolescencia, ya había atendido la llamada de su naturaleza.

Como siempre ha habido clases, mientras el conductor mascaba chicles Adams de pipermín, para mejorar su concentración, la chacha se conformaba con un Bazooka para combatir las náuseas de su embarazo (jajajajajaajaja…). El olor ácido de su cuerpo sudado, mezclado con el dulzón del chicle, me provocaba un deseo impío: a mis once años llegué a soñar con un accidente mortal.

Cuando el bólido cruzó la línea de meta, estábamos en Becerril de la Sierra. El piloto, consultando su reloj, exclamó satisfecho: “hemos venido a más de cien”. Entonces comenzó un tiempo infinito de ranas, paletos, bicicletas, baños en la poza, pedreas con los garrulos, amores de bragas blancas, piscinas, cigarros, culebras, escopetas de perdigones y de sangre.

El sábado siguiente, montado en mi hierro -una bicicleta DAL-, me crucé con Rosa, que iba a tomar el autobús de línea hacia la capital. Me dijo que se marchaba de permiso de fin de semana, para resolver unos asuntos propios. Nunca volví a verla. Las únicas noticias que tuve fueron que le practicaron un aborto en la cama de mis padres.

Como se retrasaba, mi padre se presentó en el domicilio el lunes a primera hora. Allí la encontró, prácticamente desangrada. Su compasión alcanzó apenas para ponerla en la puta calle, condenándola con absoluta seguridad a la prostitución.

A la semana, me alquilé por 25 pesetas una BSA C15 Star. El dinero se lo pagué a Juan Pablo, un chico mayor, con una moneda robada a mi madre. Por supuesto, el hostiazo fue de época. Con el trasero destrozado por el asfalto me enteré, además, de que el ciclomotor era robado. Podíamos habernos metido en un buen lío.

El 17 de septiembre, coincidiendo con el final de las fiestas en honor al Cristo del Buen Consejo, se dieron por terminadas las vacaciones. Ni los chupinazos, ni los encierros, ni el chunda chunda, ni los autos locos, ni la verbena me devolvieron la capacidad de ver a mi padre como un ser humano.

El verano del 67 no dejó en mí ni rastro de nostalgia. Impidió, incluso, el deseo más sencillo: el de un niño que quiso ser feliz y no pudo.

Me cago en el SEAT 1400B. Y en mi padre.

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