Cuanto más veo menos entiendo. A veces pienso que los programas del corazón son una invención del maligno para entretener al público del teatro con una función barata. Son un puro entremés, una distracción la que desfilan esos actores que como diría Shakespeare son como un soplo, un suspiro, que nos cuentan parte de la vida, como si fuera “un cuento narrado un idiota con ruido y furia”, un relato lleno de aspavientos, una narración tartamuda y balbuceante.
El drama de Mabella tiende así a quedarse en un sainete, desprovisto de sus actores principales, despojado de los verdaderos artífices de un saqueo sin precedentes. Estamos muy entretenidos con los amores de Julián y la Pantoja; ebrios de las confesiones de la Zaldívar frente al verbo acharolado de esa hembra racial con apellido pastelero. Roca ha vuelto a ser eclipsado pasiones mucho más atractivas que su zoofilia los bichos disecados. Sus mansiones se han convertido en lugares de culto para los aficionados al cutrelux. La ordinariez también merece sus monumentos, sus hitos, sus medallas, o sus yates de esloras inconmensurables.
Pero nos faltan los actores principales, que yacen en la fresca oscuridad del verano, en ambientes de sauna, con olor a eucalipto, como el que se quema estos días en Galicia. No se puede organizar una corrupción tan zafia y tan de película barata sin la complicidad de algunos jueces. No se puede robar tanto sin la tolerancia consciente de la Junta de Andalucía. Es verdad que Marbella es un caso aparte, diverso, bizarro. Marbellas hay en
Desnudos de glamour, nuestros cercanos secarrales, nuestros olivos achaparrados no tienen el glamour para atraer y distraer a la opinión pública, y quizá eso el tufo es mayor, y los plicados se afanan alejar el olor a podrido que esta vez no llega de Dinamarca. No en el caso de Marbella, que es un mercado árabe administrado ladrones, pero si en los otros, uno tiene la legitidad de preguntarse que parte del precio de una vivienda se destina a la corrupción.
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