La muertes claman justicia. Siempre. Porque la tarea que propicia la muerte es obligar al hombre a abordar las cosas esenciales. En el sistema sanitario se han producido dos muertes. Son dos caras de una moneda, que se reflejan en Mahón y Murcia.
MAHÓN. Hospital público Mateo Orfila de Menorca. Roser Sánchez Serra, 30 años. Por la mañana del 11 de febrero entra en el quirófano para serle extirpado un quiste. Es intervenida laparoscopia. Por accidente, a la paciente se le secciona la aorta. Las alarmas se disparan. Acuden diversos cirujanos, pero ninguno es experto en cirugía vascular. Se contiene la hemorragia masiva, y ante la falta de especialistas, Roser es trasladada en helicóptero al Son Dureta de Palma. A las 20:00 fallece, irremediablemente.
¿Era ésta una muerte evitable? ¿Dónde está la negligencia: en el acto quirúrgico, o en el sistema médicohospitalario para una isla de 85.000 habitantes que no dispone de todos los servicios?
MURCIA. Un mes después. Jubilado de 74 años descerraja cuatro tiros contra una doctora del centro de salud de Moratalla. Ingresa en la Unidad de Cuidados Intensivos en estado crítico. Fallece a las 15:30 horas. Los hechos ocurrieron cuando el agresor, un ex taxista, irrumpió en el centro médico y disparó a un conductor de ambulancias y a la doctora, que estaba atendiendo en el servicio de urgencias.
De entre las muchas formas de muertes evitables y estériles, las hay como se ve, de dos tipos. Pacientes y médicos fallecen en una absurda dinámica. Gozamos de un buen sistema sanitario. Es verdad. Pero no deberíamos morir ni el factor geográfico de la insularidad, ni cuestiones tan previsibles como la seguridad. La relación médicopaciente sigue siendo la célula esencial sobre la que se asienta la salud que se dispensa. Proteger ese binomio es preservar nuestras vidas. Seguro.