“Un buen arrepentimiento es la mejor medicina que tienen las enfermedades del alma.” (Miguel de Cervantes)
He visionado con estupor el viaje al pasado inmediatamente anterior a las cavernas que nos ofrecieron Jordi Évole y el pistolero de Elgóibar, donde el monstruo tuvo el atrevimiento de presentarse como protomártir de la iglesia de las mil muertes. El testimonio estremecedor de su fe es el discurso de un contento de sí mismo que en su delirio, de la primera palabra hasta la última, nos relató que su convicción no se ha corregido un ápice. En su ingenuidad de amenazador profeta de la violencia no encontró ni una idea solida con la que justificar la crueldad utilizada para alcanzar la ambición de una izquierda patriótica que, por necesidad, se halla compuesta de anormales que entienden sus actitudes criminales como acciones heroicas.
El sanguinario es un ser primario con pendiente kaleboroka y mirada turbia que no disimula a la vista ser lo que parece: un abyecto hasta el delirio que vive en un deshumanizado mundo propio con un extraño concepto de la vida; no hay en él ni asomo de sentimiento de culpa. “¿Cómo voy a condenar algo que no condené en su día y por lo que ya he pagado?” Definitivamente, una frase así, además de facilitar la lectura de su alma le define como un imbécil incapaz de entender el significado de sus palabras. Luego se permitió el lujo de, aparentando sentir el dolor que indudablemente desprecia, camuflar su incapacidad manifiesta para empatizar con el prójimo, y, en ese querer enmascarar sus sentimientos nos dejó el dislate de que la muerte de su madre –enferma terminal recientemente fallecida- es comparable al desgarro y la pena obsesionante que produce en un niño la muerte y la ausencia permanente de un padre, asesinado por el capricho y la arbitrariedad de unos criminales. Está clarísimo que este borrego que no muestra rastro de ansiedad por la barbaridad de sus actos, sigue trashumando en la gélida indiferencia que le produce el sufrimiento de sus víctimas.
El secretario general de Sortu es un exiliado de la compasión para quien el arrepentimiento y la condena de la brutalidad están desplazados de su verborrea, según explica, condenar significaría “bajarse los pantalones”. Exento de lucidez, incapaz de admitir la derrota de ETA por considerar el hecho una humillación, reduce su postura del abandono de las armas a una cuestión de calendario “…hay que educar al pueblo enseñando que en el siglo XXI, las cosas, deben resolverse de forma civilizada…” En cualquier caso, el periodista podía haberle explicado que el 16 de marzo de 2010 pertenece al siglo actual.
Lo más llamativo de la entrevista fue la imagen de un egocéntrico que se cree tan importante que deja entrever que la paz es algo que depende de él. Arnaldo Otegui no ha sido, en toda su puta vida, otra cosa que un garrulo y un tonto útil; el imbécil que él mismo se reconoce cuando afirma que a una parte del Estado le interesaría que el terrorismo de ETA siguiera existiendo, pero, eso sí, evita responderse en voz alta a quién le ha estado haciendo el juego. Su burdo intento de manipulación pretendiendo hacerse ver como un ser humano: “…eso es así, si uno se atiene a los datos objetivos, ETA avisó en numerosas ocasiones a la Guardia Civil que desalojara familiares y niños de las Casas Cuartel…” es la prueba de encontrarnos ante un enfermo mental irrecuperable: la psiquiatría sabe que a los psicópatas no se les puede reeducar, su falta de conexión con el resto es un hándicap insalvable.
Évole, también se retrató como un extraviado permitiéndose el conformismo de gastar bromas con un psicópata repugnante. Ninguno de los dos tiene remedio.
Antonio de La Española