Vaya por delante nuestra admiración hacia alguien que, dadas sus circunstancias, debería haber sido cualquier cosa menos lo que es. Si bien es cierto que no derrocha inteligencia, la Princesa de Spontex debe su curul televisivo a haber sido elegida por mayoría absoluta por el pueblo de bata de boatiné y boina calada como su mejor representante, gracias a la exposición constante de su vida privada. Quizá porque los semejantes ríen mejor cuando ríen juntos, esos adoradores de la ligereza la situaron en la cima del estiércol que es, fue y será la telebasura.
Y es que solo una sociedad tolerante con quienes carecen de cualquier conocimiento para instruir puede conceder atención a la desfachatez de una mujer que, sin ser del trato, lo era del trapo, y que se llevó al catre a un hombre que, en aquel año de 1995, era el objeto de deseo de un sinfín de mujeres.
El vínculo que establecieron nunca fue más allá de limpiarse el polvo mutuamente, pero el fruto de su relación fue un retoño que, una vez repudiada la protagonista, supo convertir en una hija de ida y vuelta ferroviaria con la que obtuvo ingresos que, obviamente, aligeraron los supuestos sufrimientos de una madre desesperada. Son las ventajas de transformar en espectáculo obsceno el régimen de visitas.
Entre medias de aquel disparate, en el que comercializó sus diferencias con una familia agreste tan garrula como ella, su intelecto de pícara primaria la llevó a ponerse en manos de una vidente de famosos —más evidente que vidente— con la que construyó una serie de groseros montajes.
Su desfachatez llegó al extremo, desestimando todo atisbo de cordura, de inventarse un romance con un jeque árabe; lo que, lejos de provocar rechazo, encendió el deleite por lo chabacano de una sociedad que tolera la mierda. Claro que todos cometemos errores: también hay médicos que se olvidan una gasa en la cavidad peritoneal, y a nadie por ello se le retira de la profesión.
De ahí, la prófuga de la cultura saltó a formar parte de la cuadra de Ana Rosa Quintana, donde sufrió una contrametamorfosis de polilla a gusano de sauce llorón, y desde donde predicó contra el buen gusto y en favor de la chabacanería, contra el exceso de los buenos modales y en favor de la mala educación.
En una manifestación moral de hipocresía, crucificó al padre de su hija sin disfrazar nada, por repulsivo que fuera, subrayando tan solo el concepto de comunicación que practican en esa parada de monstruos para un público que, lejos de sufrir ante semejante espectáculo, celebra la alegría que le produce la visión terrorífica de una madre que exige a su hija que se coma el pollo mientras ella los devora compulsivamente. Pero bueno, estaba malita.
Malita y todo, pasó a trabajar para el presentador meticuloso, donde, lejos de levantar un juicio despectivo, fue coronada por los adoradores de la ligereza como Princesa de Spontex, luciendo una tiara que disimulaba una alopecia traccional, reflejo de un sistema nervioso castigado por el consumo excesivo de carne blanca.
En 2022 hizo pública la superación de sus adicciones tras haberse sometido a un sinfín de intervenciones quirúrgicas, algunas de ellas destinadas a reconstruir el cartílago de su apéndice nasal. También aprovechó para participar en diferentes realities y, durante uno de aquellos concursos, fue corneada por su pololo, un tal Miguel, al que perdonó para asombro de un feminismo que siempre se había visto representado en esa frágil criatura de barro.
Ahora, fracasada estrepitosamente en TVE, mientras se muestra crítica con la estructura que ideó para ella la Fábrica de la Tele, engorda, nos avisa de que quiere arreglar su silueta y duda de si volver a Telecinco.
Porque mientras haya espectadores dispuestos a aplaudir la chabacanería, siempre habrá princesas de estropajo que sepan convertir la mugre en espectáculo. Ella limpia el polvo; nosotros le damos brillo.
Roberto Alcázar y Pedrín…










