He pasado catorce años de mi vida en
No existe periodismo más cálido, más instantáneo y fragante que el que se difunde las ondas, hoy de la efeeme, mañana de la radio digital. La radio es romántica, mientras que la televisión es aristocrática tirando a meretriz con cierto estilo, o con ninguno. Trabajar en la radio es como estar subido a un ring ante Ringo Bonabena. En un segundo puedes ganar la gloria o besar la lona con la sangre de tus cejas. Eso sí, los ganchos se ven en cámara lenta y si no lo esquivas te da tiempo a contemplar un futuro de hospital y gnasios húmedos. Es como la visión del ahogado pero al revés, que no hay pasado si escuchan al árbitro llegar hasta diez.
Como dijo Carol Oates, el boxeo es el dete al que aspiran todos los demás detes. De la misma forma, el micrófono es la herramienta que te legita de vida, o te retira la licencia. Cuando encuentra hueco, el redactor de la radio suelta una combinación de golpes –bumbum, bum, dos de izquierda y una derecha atroz, y se pone a pensar en el próxo asalto. En ese compás tienes un destello de la raza, la fuerza y los reflejos de un púgil. Yo lo he viso algunas veces. La últa fue el lunes. Ángel Rodríguez entró como un puma en el estudio de Onda Cero. No le pesaban los guantes. Quizá tenía el temblor de la urgencia. Su riñón había destilado esa combinación, esa alquia de café y metales que el hipotálamo registra con una palabra: PRIMICIA.PRIMICIA, el instante en el que el sistema nervioso se tensa como un arco. Tuvo la fortuna, y no siempre pasa, de tener al lado una nariz que huele el perfume agrio y alborotador de esos rayos fugaces tan raros en
Post scriptum: como no le debo nada a nadie y estoy fuera de toda guerra, me permito el lujo del reconociento, que es un placer más alto y noble que el de la venganza. Yo lo he visto, y ha sido como un cometa, y no es casualidad que estas cosas, las pricias, sabe Dios el trabajo que cuestan. Y eso estoy seguro de que el cometa, como Halley, volverá.
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